Hace más de medio año me encontré en las redes sociales una convocatoria para un premio para cuidadores familiares de una asociación latinoamericana. Este premio era efectivo. Las bases eran: grabar un video contando tu historia como cuidador, fotografías con tu ser querido y por último escribir un ensayo.
Me sentí muy motivada, no veía complicado escribir un ensayo y grabar un video desde mi celular. Pero entre más se acercaba la fecha para la entrega, no dejaba de dudar de mí. Me empecé a cuestionar, ¿por qué merezco nominarme? Hay mejores cuidadores familiares que yo. ¿Es arrogante autodenominarse de mi parte? ¿Qué me califica para competir en algo así? Sin fin de dudas, poco a poco se me fue apagando la motivación de entrar al concurso.
Aun con mis 15 años como cuidadora de mi esposo que vive con una lesión medular, no me siento merecedora de ni siquiera entrar a un concurso. Quizá no era mi tiempo, o quizá tengo muy arraigado el síndrome del impostor. Este síndrome te hace dudar de ti, de tus capacidades y habilidades. La fecha límite se seguía acercando y otra vez me sentí algo motivada, empecé a escribir el ensayo, y cuando llevaba algunos párrafos seguía sintiendo que estaba mal hacer algo así, pero seguí. Termine el ensayo, pero no lo entregue, me tomo más días para atreverme a hacerlo. Las reglas eran entregar las fotografías, el video y el ensayo al mismo tiempo, solo mande el ensayo, sabiendo muy bien que automáticamente quedaría descalificada. Quizá solo mande el ensayo porque es un reflejo de que, si tenía ganas de concursar, pero el síndrome del impostor me ganó.