Antes de que el COVID-19 afectara el acceso a los cuidados de la salud, la crisis de los opiáceos limitaba a los proveedores médicos que recetaban analgésicos opiáceos médicamente necesarios.
Durante la década de 1990, se introdujeron los analgésicos opiáceos como nuevas alternativas para abordar el dolor. Las compañías farmacéuticas que fabricaban analgésicos opiáceos les aseguraban a los doctores que esos nuevos medicamentos no eran adictivos. Debido a esas declaraciones de certeza, los profesionales médicos recetaron cada vez más analgésicos opiáceos.
El aumento de las recetas generó un uso indebido de gran alcance de los analgésicos opiáceos de venta con receta y de venta libre. Cuando la comunidad médica se percató de que esos analgésicos eran altamente adictivos, detuvieron el acceso a los analgésicos opiáceos. En 2017, el Departamento de Salud y Servicios Humanos (HHS, en inglés) de los Estados Unidos declaró a la crisis de opiáceos una crisis de salud pública.
Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades informaron que los índices de sobredosis vinculados a opiáceos se duplicaron entre 2010 y 2019. Los índices de sobredosis aumentaron un 32 % en 2020 en comparación con los de 2019. La aparición del COVID-19 elevó el índice de sobredosis vinculadas a analgésicos opiáceos.
El COVID-19 les presentó a las agencias locales, de los estados y federales cuestiones exclusivas inéditas. El aislamiento social, la falta de acceso a la atención médica o de la salud mental, el estrés y un cambio en el ambiente de vida impactaron el bienestar de muchas personas. Todos o cada uno de estos factores pueden dar lugar a un aumento del consumo de sustancias.
Los pacientes con trastorno por consumo de sustancias (TCS) tenían más posibilidad de morir si se infectaban con COVID-19. Para las personas con una lesión de la médula espinal (LME), el uso indebido de analgésicos opiáceos representaba una mayor amenaza si se infectaban con COVID-19. Los opiáceos dañan el corazón y los pulmones de quienes los toman. Las personas con una LME tienen problemas de salud subyacentes, como infecciones respiratorias y problemas pulmonares o cardíacos. El impacto perjudicial que los analgésicos opiáceos tienen en esos sistemas, combinado con el COVID-19, puede aumentar el riesgo de sufrir una enfermedad severa o incluso de muerte.
Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, en inglés) publicaron una investigación sobre la conexión entre salud mental y el consumo de sustancias entre adultos con discapacidades durante el COVID-19. Los investigadores descubrieron que los adultos con discapacidades tienen índices más altos de afecciones de salud mental y consumo de sustancias que otras personas sin una discapacidad.
El estudio informó que el 64,1 % de los adultos con discapacidades que respondieron la encuesta dijo que presentaba síntomas de salud mental adversos o consumo de sustancias. Los investigadores determinaron que los adultos con discapacidades estaban afectados de manera desproporcionada por síntomas de salud mental y consumo de sustancias durante el COVID-19. Recomendaron mejor acceso a atención de la salud mental durante emergencias de salud pública como la del COVID-19.
Las restricciones vigentes para recetar analgésicos opiáceos pueden perjudicar su accesibilidad para quienes los requieren. La urgencia para abordar la crisis de opiáceos, aunque es comprensible, ha hecho que muchos olvidaran por qué existe una necesidad legítima de opiáceos de venta con receta médica. Las personas con dolor u otros problemas de salud requieren analgésicos opiáceos para mantener vidas dignas de ser vividas.
En 2021, se creó el Centro Nacional de Defensa del Dolor (NPAC, en inglés). Su fundador es un exabogado por los derechos civiles del Departamento de Justicia de EE. UU. El objetivo de la agencia es garantizar el acceso seguro y legítimo a opiáceos y permitir que quienes necesitan analgésicos opiáceos tengan una voz en la conversación permanente sobre la crisis de opiáceos.